Cuentan que la piel de Dios está cerca de cada uno, casi al alcance de la mano si lo deseas. Su piel está en la corteza de los árboles, en la pelambre de tu mascota, en el tallo o en el pétalo de la flor, en la suavidad de la cara de un niño cuando lo besas, en la boca de tu amor.
La piel de Dios es la tuya propia, porque somos parte de un átomo de divinidad. Eres la belleza, la textura, el aroma mismo de él.
Millones de humanos, millones de partículas divinas representadas en cada uno, atomizadas en colores diversos, todos únicos, todos especiales, todos perfectos a nuestra forma y a su imagen y semejanza.
Algunos quizás parecen extraños hijos de él: sus ojos no ven pero sus corazones sienten más fuerte, otros no caminan y sin embargo aspiran fuerte el aire, aman con pasión a la lluvia y el viento, nadie queda incompleto, todos tienen su parte en la inmensidad del universo divino.
Somos parte de la piel de Dios, somos sus ojos, su boca, sus sonidos, y aunque a veces lo olvidemos, él, en su infinita compasión por estos seres tan especiales que creó nos pone en el camino avisos, palabras, situaciones para que volvamos a creer en él, y a través de ello en nosotros mismos.
Textos: Bett G.C.
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