El frasco de dulce de frutillas

 

La madre cosìa para que los niños comieran. No faltaba pero no sobraba el dinero en la casa suburbana,mezcla de chalet industrial y casa pobre, y la mayor de los hijos colaboraba cada dia con los quehaceres, aùn cuando la pereza de su adolescencia le hacìa protestar por cada cosa.

El padre salìa a trabajar y dejaba para la comida diaria un presupuesto màs bien escueto, asì què, còmo la madre nunca iba a comprar, dejaba en la joven la responsabilidad de  que alcanzara para todo, por lo que diariamente la chica se convertìa en maga de las finanzas y hada de la alacena, no tanto por ella si no por sus hermanos pequeños.

A la jovencita no le gustaba que la vieran sacar cuentas, y entonces, bolsa en mano se sentaba en una vìa del tren cercano a calcular que se comìa ese dia, y sumaba y restaba y se entretenìa viendo pasar los trenes e imaginando la vida de las caras que la observaban allì, sentada, sola.

Fue un mediodìa que vio ese enorme frasco de dulce de frutillas en el estante del almacèn viejo. La señora gorda que lo atendìa le dijo que hacìa mucho tiempo que lo tenìa, y que por ser ella le harìa precio. Le dijo cuànto, y la joven rechazò la oferta ya que era casi lo que gastaba para la comida de aquel mediodìa, pero prometiò volver en su bùsqueda.

Se fue pensando en unas tostadas con aquella apetitosa promesa, y se dijo que serìa para ella, costase lo que costase. Y empezò a desarrollar una estrategia de ahorro de dinero para lograr el objeto de sus deseos, que no por pequeños eran menos importantes.

Cada dia separaba las moneditas màs pequeñas y las ponìa en una lata:segùn su cuenta iba a tardar tres semanas en reunir el dinero, pero lo que importaba era llegar a sus soñadas tostadas con aquel dulce especial y raro para su mundo de pan con manteca.

Aprovechaba cada compra para observar el frasco, pensaba que alguièn podìa venir y pedirlo justo cuando ella lo deseaba, y conversaba con el almacenero sobre esos dulces «raros» que no se vendìan segùn èl, y que no sabìa que hacer. La joven insistiò en que todo se vendìa con el tiempo, y que le reservara uno, que ya lo llevarìa.

Cada tantos dias contaba el contenido de la lata. A pesar de haber sumado con «comisiones» por mandados a abuelas y vecinos, todavìa no llegaba a la suma. Le habìan dicho que el objeto era caro por su marca y cantidad, y a veces se sentìa tentada de gastar el dinero en otra cosa y olvidarse del antojo, pero cada vez que volvìa al negocio, el vidrio del frasco color morado parecìa que refulgìa en el estante iluminado apenas por la luz mortecina de la bombilla. Y salìa del almacèn dispuesta a seguir en la lucha de cumplir su deseo ,pequeño, pero no menor para ella.

Tres semanas y un dia. Fue una mañana que contò y supo que tenìa la cantidad. Su madre le preguntò si iba a desayunar y ella le dijo que primero hacìa la compra,y luego tomaba algo caliente. Se abrigò y la bolsa con las monedas le pesaba en el bolsillo, pero la mañana fresca con su sol la animò, y echando una carrera entrò al almacèn dònde còmo jornada la señora gorda de delantal y vincha atendìa. Le pidiò el dulce còmo si fuera algo habitual, y la almacenera tuvo que ser asistida por un repartidor joven y àgil que poniendo escalera llegò al rubì carmesì enfrascado. Por un segundo se sintiò poderosa, dueña de un temple y decisiòn: lo habìa logrado. Sintiò un poco de verguenza cuando pagò con las monedas, pero la señora adivinò el  sentimiento de la joven y acotò que siempre venìan bien, contò todo, puso la compra en una bolsa y le dio el buenos dias a la joven, que saliò disparada con el tesoro entre manos.

Fue el mejor desayuno de su vida. La madre observò el objeto y preguntò su procedencia. Ahorros, contestò la hija, y mientras se dispuso a tomar una taza de te y unas tostadas de pan del dia anterior, que con el dulce almìbar rojo de las frutillas sabìan a gloria, mientras pensaba que la felicidad a veces puede venir en frasco.

Un alfiler en el alma de la abuela

La abuela estaba junto a su máquina de coser antigua, el velador encendido para ver mejor, con su chaleco lleno de alfileres prendidos , que en los pocos años de la nieta y con esa luz suave se parecían a un universo estrellado en su pecho.

La chiquilla extraña, niña-adulta que apenas pasaba la altura de la mesa apoyaba su cabeza en sus brazos observándola como movía sus manos diestras, que cosían vestidos con volados de ensueño: realmente estaba fascinada con esa hada vieja creadora.

Pasaban los dias solas en el caserón sesentista, un mamotreto enorme pensado para impresionar a los familiares cuasi-ricos, pero impráctico para habitar, la niña odiaba  su diseño porque para ir al baño debía pasar por tres salones y una escalera oscura, y en su mente infantil era como descender ( o ascender según se viera) a los infiernos del Dante.

El abuelo, casi ciego ya, se empeñaba en ir a trabajar solo y sin bastón. Había practicado la ruta a su trabajo unos cientos de veces con la abuela y tenía todos los pasos contados, los cordones de las veredas aprendidos de memoria, todo calculado, porque su orgullo de hombre no toleraba que ella lo viera disminuido, entonces, cada mañana partía solo a esa aventura de vida que era cada día ir a su trabajo, y que la chiquilla veía como normal, pero en realidad un día iba a transformarse  en ejemplo de como alguien luchaba por seguir siendo alguien.

A veces, la anciana junto a la chica lo seguían en silencio,  él las presentía, pero su orgullo no le permitía aceptarlas, por lo que todo era un juego de silencios y presencias que le daban màs seguridad, y su amor por esa mujer que comenzó a amar ni bien pasó los 17 se le hacía más vivo e intenso.

Pero nunca dijo nada. Y ellas tampoco.
Aquella tarde de invierno, la luz de la tarde gris invadía la cocina donde estaban las dos, el velador refulgía en el rincón y la abuela se destacaba allí,  y mientras cortaba e hilvanaba contaba historias de su familia, de su madre que siendo criada en un Petit-hotel de la calle Alvear terminó siendo modista fina para poder comer, que había sido tan inteligente ella que aprendió el oficio desarmando sus propios vestidos «haute couture», que nunca perdonó a su padre que hubiera sido un «gallego» dueño de un bar porque ella siempre había pensado que estaba  destinada a ser dama de la sociedad.

Las historias eran de dolores, de pérdidas, de ruinas económicas, y la mujer desgranaba todo en la niña haciéndola interlocutora de conversaciones que no eran para su edad pero necesarias para ella por su falta de amistades.

La niña invitaba a hablar. Era rara, sostenía las charlas en su 9 años y poco más, y adoraba a su abuela por sus comidas, vestidos, y  regalos, pero había algo que no negociaba: el amor por su padre . Y la abuela no dejaba pasar oportunidad de emitir críticas ácidas hacia él, cosa que a la nieta le dolía pero soportaba en silencio. El respeto era eso, aguantar en silencio hasta lo más doloroso.

La chiquilla dejaba pasar muchas cosas porque las vacaciones de invierno y verano estaban aseguradas si la relación con la abuela era buena, pero siempre percibía ese hostigamiento para con su padre ya que lo culpabilizaba de un matrimonio equivocado con su hijita, destinada a princesa y casada con él, un vendedor de casas fracasado y poco ambicioso.

La niña siempre escuchaba, y la mujer no sabía que todas esas críticas eran toleradas por interés, pensaba quizás que la pequeña no entendía mucho y desgranaba su enfado por todo lo que se relacionaba con su yerno, pero la pequeña entendía todo y se había prometido que un día iba a utilizar también un comentario para lastimarla.

Esa tarde fría la abuela arrancó con el tema de que su Papà había llevado el coche de ella y no se lo había devuelto, y hablaba y discurría hasta que la niña dijo:- Papà dijo que usa tu coche todo lo que le plazca porque te tiene como perrillo faldero.

Le gustó ver como la mujer se enfurecía y caminaba por la cocina. Era todo mentira pero gustó la niña de dañar a su abuela, de verla furiosa, de lanzar denuestos a su yerno,  su madre y a todo pariente conocido. Era como verla tomar de su propia medicina, y aunque la niña no midió las consecuencias del comentario, gozó con la cara de furia de la anciana.

En un momento de la tarde tuvo una percepción de que había cometido un error diciendo eso, pero ver a la abuela tan furiosa fue un deleite. A la noche cuando cenaron junto al abuelo, ella le preguntó a él si le parecía que su yerno podría haber dicho eso, a lo cual él contestó:-Carmen, los niños no mienten…

La vieja asintió, y la niña bajó los ojos al plato de sopa y pensó: -los niños no mienten…pero yo no soy niña…aunque lo parezca…

Y del tema no se habló más. Pero envenenó a la mujer por siempre.

 

Texto: Bett G.C.